Mi afición por la panadería nació de la única forma que
avanzan todas las cosas redondas sin
fuerza motriz, por inercia.
No tenía yo especial predisposición, puesto que nunca había
tenido curiosidad, por el arte del amasado.
Mis comienzos en lo que ha llegado a convertirse una pasión,
resultó ser el paso lógico de una infancia marcada por largas estancias en la
cocina de mi madre.
La costumbre de mi familia de pasar horas en la cocina,
dándole a ese rincón de nuestra casa el significado
de su nombre, hogar, se grabó en la parte más recóndita de mi cabeza.
Los recuerdos de conversaciones, historias relatadas al
calor de los pucheros y sobre todo, los dulces, confituras y bizcochos que mi
madre esculpía con sus manos maestras, comenzaron a crear mi amor inconsciente
por las harinas y guisos.
Los olores de las especias, anís, comino, matalahúga,
canela, los sabores dulces de las confituras y torrijas, el ácido de las
naranjas, el amargo del membrillo fruto y la magia de convertirlo en dulce regalo para las papilas.
Mi madre, cual alquimista, mezclaba los elementos de una
imaginaria tabla periódica hasta llegar
con sus manos y su arte a convertirlos en el oro deseado.
Mis sentidos infantiles
comenzaban a impregnarse de los placeres culinarios.
Las cacerolas donde realizaba sus mezclas se nos antojaba a
mi hermano y a mí una suerte de caldero mágico repleto de oros donde meter
nuestros dedos infantiles.
Los chocolates los relamía yo, las cremas pasteleras y masas
de bizcocho eran cosa de mi hermano.
El orden y el respeto también lo aprendí en la cocina.
Los recuerdos como refugio de los avatares de la vida. El
camino del dia a dia, tan largo, tan pesado, tan agotador que va dejandonos con
su paso sin perspectivas.
Las canas, testigos indeseados de la realidad del paso del
tiempo, se multiplican acusativas.
Uhmmmm, la cocina de mi madre, perenne refugio donde regresar.
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