sábado, 3 de marzo de 2018

LA CONFITERA Y MI ABUELA


Voy a contar una historia y quizás no la cuente como realmente fue, quizás no se ajuste a la realidad, quizás los personajes no fuesen los que nombre y quizás ni tan siquiera me ocurriese a mí, pero, lo que si  es cierto y eso lo juro es que es una historia que cuentan en mi familia unos y otros y cada uno a su manera así que cual Fellini yo voy a contarla tal y como la recuerdo y haciendo de ella mi AMARCORD particular porque, siempre es más bello el recuerdo de tu niñez fabulosa y fabulada que la miserable realidad.
Eran mediados de los setenta y yo tendría unos...seis o siete años, era una de esas tardes de paseo en la que mi abuela Piruja, no recuerdo nunca porque lo hacía pero lo cierto es que cargaba con toda la plebe de niños que éramos y que entre primos, tíos y sobrinos comprendidos en un arco de edad de entre cinco y catorce años sumábamos unos 12, nos sacaba de casa y nos hacía caminar medio Sanlúcar entre calles y paseos con la intención de sacarnos de casa y no estar “ dando por culo”. El caso es que también podría ser uno de esos días de verano en los que tras pasar todo el día en la playa, al regresar, nos traía mi abuela un día por un camino, otro día por otro, por lo que dios sabe porque y eso si lo recuerdo, ese en particular veníamos todos por la calle Barrameda en sentido a su casa y al llegar a la plazoleta de Santo Domingo en la que por aquellos tiempos justo enfrente de la plazoleta había una confitería pequeña pero con unos dulces que “quitaban el sentido” , en la actualidad creo que en el mismo lugar hay una tienda de pinturas, total, que unos metros antes de llegar mi abuela nos dice a todos: “A ver niños, vamos a entrar en la confitería, os pedís un dulce y os vais saliendo que el local es muy pequeño”, y nosotros como no, locos de alegría.
 Entre los gritos y la algarabía propia de una docena de niños y volviendo loca a la dependienta de la tienda fuimos eligiendo cada uno el dulce que queríamos y saliendo de la tienda tal y como nos ordenó mi abuela quien, permanecía en la puerta a la vista de la dependienta indicándonos uno a uno que fuésemos yéndonos para casa sin esperarla porque ella tenía que pagar, así que lo hicimos, su casa estaba cerca y eran otros tiempos.
El caso y la cuestión de esta historia es la parte que nosotros los niños conocimos más tarde ya en casa. Resulta que al llegar a su casa, mi madre o mi tía le pregunto a mi abuela que porque se había gastado tanto dinero en dulces para los niños a lo que ella contestó:” Si yo no me he gastado nada”
-“¿cómo qué no?, vamos que te han regalado los dulces”
Mi abuela con toda tranquilidad le contestó:” pues sí, porque resulta que cuando ya habían salido los niños de la confitería y se habían alejado lo suficiente, entré yo y me pedí un dulce para mí. Cuando fui a pagar  le pregunte a la dependienta cuanto era y me dijo el precio de todos los dulces, los de los niños y el mío a lo que yo le pregunte que como era tan caro si yo solo había pedido uno a lo que la mujer me dice con cara extrañada, “¿y los de los niños?” yo le contesté “¿qué niños?”, ella me dijo “pues la plebe esa que ha entrado antes que usted y se ha llevado un dulce cada uno” la mire y le dije “pues mire, yo que sé quiénes son esos niños, como me va a cobrar a mí los dulces de los sinvergüenzas esos, faltaría más” y fingiéndome indignada le dije “pues no te voy a pagar ni este” y dejé el mío encima del mostrador y me fui rajando.
Total que el ardid, por llamarlo así, consistió en que mientras nosotros aturrullábamos a la dependienta, ésta viendo a mi abuela en la puerta entendió que venía con nosotros y pagaría la cuenta, lo que no pensó es que mi abuela ya contaba con eso, es más, que esa era la pieza clave del “engaño”.
Recuerdo  que a mi madre no le hizo mucha gracia en aquel momento pero pasados los años ya, hoy día es rara la reunión familiar en la que no se cuenten sus anécdotas, que son muchas, y no nos riamos recordándola a ella y sus cosas.

Un beso abuela.