lunes, 8 de julio de 2013

FALLACES SUNT RERUM SPECIES*



31 enero

2012

escrito por Luque 

Cuando era pequeño, era tradición en mi familia el ir al menos una vez en todo el verano a la playa de Malandar, que es la que está en el Coto de Doñana enfrente de Sanlúcar. Recuerdo que  para el ejército de primos, hermanos, sobrinos y nietos que formaba nuestra nutrida familia, numerosa por tradición, era uno de los días más especiales del verano.
Lo que con más nostalgia recuerdo era el pasear por el interior del Parque junto con mi abuela ”Piruja”, quien a modo de venerable Cicerone nos hablaba de la riqueza y hermosura de aquel lugar, era su forma de entretener nuestras mentes con historias y anécdotas de su niñez o la de nuestros padres en relación a Doñana.
Nos gustaba la travesía del Guadalquivir en lancha, porque mi familia era más de lancha que de barcaza, atravesar el río para nuestras edades se antojaba aventura similar a la de los grandes navegantes que desde Bajo de Guía habían partido para regalar a nuestro pueblo el lugar en los libros de geografía que no ocupaba desde Estrabón y su “In supra Baetim navigatur…”.  

De entre  todos aquellos nebulosos recuerdos , guardo uno de un año en particular en el que sucedió que al llegar a la playa y tras colocar todas las viandas, las sombrillas protectoras y darnos el ansiado primer baño del día, nuestros padres se marcharon a una zona alejada a buscar coquinas mientras las madres se dedicaban a lo que se dedicaban las madres por aquel entonces en la playa, a ” bregar”, es ahora cuando entiendo porque para ellas lo único especial de aquellos días era  el marco, en fin como decía, mientras los unos mariscaban y las otras faenaban, nosotros, que todos juntos éramos lo que en otros tiempos se denominaba una Horda, nos dirigimos al interior del parque.
Por aquel entonces se podía andar tranquilamente por el interior de la reserva lo que te permitía entre juegos y carreras el observar un ciervo e incluso un jabalí. Aquel año mi abuela para tenernos entretenidos nos contó que los piñones que daban aquellos pinos entre los que caminábamos eran los mejores de toda la zona y que eran famosos entre los reposteros de mi pueblo por el sabor que daban a los dulces por ellos preparados. Si había alguien en este mundo capaz de despertar el interés de un niño, esa era mi abuela. Para que pasásemos el paseo entretenidos, nos retó a todos a ver quien era el que al final de la mañana tenía recogidos más piñones.
Con la natural avidez de los niños, nos introdujimos entre los pinos dispuestos a demostrar a todos que cada uno de nosotros era el mejor, Pasamos casi todas la mañana recogiendo piñones, todos menos yo que había decidido quedarme con mi abuela a oír sus historias. Como quiera que se acabara el tiempo y yo no había recogido aún ninguno de los famosos piñones del Coto, mi abuela me animó a correr e intentar recoger alguno. Corriendo y casi sin mirar donde ponía los pies buscaba y rebuscaba por el suelo consciente que ya no tenia nada que hacer contra los demás. De repente y como si la fortuna se aliara conmigo, vi debajo de un pino un montón de piñones juntos y riéndome para mi interior los recogí viéndome ganador de la competición y riéndome como cigarra de las pobres hormigas que eran mis primos y que habían pasado la mañana buscando piñones sin la fortuna mía.
Comencé a recoger piñones a dos manos y a meterlos en los bolsillos de aquel bañador largo que  no me gusto nada cuando a principio del verano me los compro mi madre por tener unos bolsillos inmensos  pero  que ahora se me antojaban los mejores del mundo, me quite la camiseta y la doblé en forma de bolsa para recoger aquella montaña de maná que a modo de semilla piñonera me había regalado SILVANUS. Corrí y corrí hacia donde se encontraban todos y me los encontré contando los piñones que había recogido cada uno y esperé… esperé a que acabasen para hacer de mi victoria algo épico, una loa a la consecución de lo ansiado sin esfuerzo, un canto al ahorro de ahínco, un altar de la astucia, me convertiría al menos por ese día en el primo ejemplar, en el hijo anhelado, en el yerno que de mayor toda suegra querría para ella, en fin un DIOS. 
 Llego mi momento, comencé con parsimonia y una sonrisa a sacar piñones de los bolsillos y a colocarlos encima de la mesa playera delante de todos, montones y montones de sabrosos piñones, el ego me crecía conforme los dejaba caer como una cascada infinita, me sentía el rey del mundo observando sus perplejas caras de admiración, pero, de repente…, ¿que pasaba?… observe con disgusto como sus caras de admiración iban dejando lugar a las risas y luego a las carcajadas a  la misma velocidad con que la mía se ensombrecía.
¿Pero que pasa?, ¿de que se ríen?, ¿de envidia?, es que ¿no son capaces de ver mi gesta?, ¿Qué pasa abuela?, ¿Qué pasa?…
Entre carcajadas que parecían cañonazos y cuando consiguió coger aire, mi abuela me dijo,  pero Antonio, hijo, ¿no has visto que eso no son piñones?
¿Ah, no?, ¿entonces que son?
¿Os han pegado alguna vez una pedrada en el orgullo?, pues a mi eso fue lo que me dieron cuando todos a la vez dijeron…
¡¡¡CAGADAS DE CIERVO!!!.

Como veis nada que ver.



En castellano: (“La apariencia de las cosas es engañosa”).
(Séneca)

 

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